MADRID – La palabra de este verano, en España, no ha sido “despacito”. Por no ser, ni siquiera fue “Neymar” o “independencia”; la palabra del verano, aquí, fue turismofobia.
Turismofobia es fea: un pegote sin gracia de dos palabras nuevas. Turismo data del siglo XVIII pero explotó en el XX; fobia, en su acepción actual, tiene apenas cien años. Y la unión de las dos es de ahora mismo.
Todo empezó cuando el turismo se volvió una “industria” —con perdón— decisiva. El año pasado movió a 1200 millones de personas a través de las fronteras, engendró el 10 por ciento del producto bruto mundial —lo mismo que la agricultura o el petróleo— y proveyó uno de cada diez empleos. El turismo se democratizó: una de cada seis personas en el mundo turistea. Tan lejos de ese verano de 1936 en que los trabajadores franceses conquistaron, por primera vez en la historia, vacaciones pagadas.
En esta industria España es líder: el tercer país más visitado del planeta, tras Estados Unidos y Francia, y el primero en turistas por habitante… y siguen aumentando. En 2016 llegaron 75 millones de paseantes y se prevé que este año sean 83: el sol, la paella, la sangría, la marcha y los precios siguen siendo más o menos los mismos, pero ahora otros destinos mediterráneos parecen inseguros u hostiles, mientras España no. Más de dos millones de españoles viven de esas visitas. El gran cambio es que, últimamente, muchos compatriotas detestan al turista o, por lo menos, al turismo.
Llamamos turismo al hecho de viajar sin otra justificación que el viaje mismo. No viajar para escribirlo, para hacer negocios, para educarse o educar, para ver amigos o amores o enemigos o amores enemigos. Turismo es viajar para nada en particular y tanto al mismo tiempo. El viaje, digamos, en su forma más pura.
El turismo es una gran metáfora de la civilización contemporánea: una actividad impetuosa, omnipresente, que podría no existir y no pasaría nada. El turista es un ser contradictorio, ejemplo de la cultura actual: la cultura de masas con pretensiones de exclusiva. El turista suele creer que no lo es: que él no es como esos. El turista, cuando lo es y cuando no lo es, desdeña a los turistas. Solo que ese desdén tranquilo del local por el turista se ha convertido, últimamente, en algo parecido al odio: el enemigo que te arruina la vida. O, incluso, al buen viejo odio de clase: ese cabrón con más dinero para quien trabajas. O al estallido de los más bajos instintos propietarios: qué vienen estos extraños a usarme lo que es mío.
La turismofobia española crece en Madrid, San Sebastián, Granada, pero tiene su epicentro en Barcelona. El año pasado la ciudad atrajo a 30 millones de visitantes, y las encuestas dicen que el turismo es la principal preocupación de los locales, por encima del desempleo, el tráfico, el acceso a la vivienda. El asunto sale en todas las charlas, crece el resentimiento y aparecieron grupos de izquierda que tratan de sintetizarlo con acciones casi violentas, casi bobas: el más notorio se llama Arran, forma parte de la CUP –Candidatura d’Unitat Popular, independentista catalán– y, en las últimas semanas, detuvo un bus turístico, pinchó las ruedas de bicicletas turísticas, pintó en algunos muros Tourists go home o, incluso, All tourists are bastards. Los grandes medios le dieron la difusión desproporcionada que suelen dedicar a estos espantapájaros.
Los “atentados” son anécdotas menores. Lo significativo es que la molestia de los ciudadanos aumenta cada día. Es cierto que el turismo transforma los espacios —y las vidas—. Los comercios locales son remplazados por tiendas de souvenirs, comida mala, cerveza barata. Y las viviendas por hospedajes transitorios: los barrios donde el turismo llega se encarecen tanto que muchos vecinos deben abandonarlos. Más ahora, con el auge de los “pisos turísticos” tipo Airbnb o Homeaway: como muchos funcionan sin habilitación, el municipio ya no puede usar las licencias hoteleras para regular la saturación de cada zona, y todo queda en las sabias manos del mercado.
El turismo obliga a sus lugares a parecerse más y más a la imagen que sus visitantes tienen de ellos, a volverse más típicos, más tópicos, más tontos, a declinar sus peculiaridades para amoldarse a la postal. Culturas que se pierden y se banalizan, poblaciones que ya no inventan sino maneras de servir. Todo lo cual, en última instancia, va a terminar por espantar a todos esos turistas que buscan algún atisbo de “autenticidad”: la gallina, los huevos, el oro.
Defendemos como jabatos ciertos ecosistemas naturales y defendemos poco el nuestro: nuestras ciudades, nuestros barrios. El nuevo ecologismo urbano, ahora, en algunos lugares, se llama turismofobia: la denominación es pobre. El problema, como siempre, es que hay un negocio que cuidar, dineros. El turismo hace mal y nos mantiene y se descontroló y nadie parece dar con el remedio.
Los que quieren limitar la cantidad de visitantes para evitar la saturación suelen pretender un “turismo de calidad” que consiste en rechazar a los que menos gastan: el turismo, entonces, volvería a ser cosa de ricos. Desde enfrente, otros piden que por lo menos se reparta mejor la riqueza que deja: los empleados del sector suelen estar muy mal pagos, muy poco protegidos —camareros que cobran 700 euros al mes por 12 horas diarias de servir comida; mucamas de hotel que cobran 1,50 euros por habitación y se desloman—. Pero en eso, que es urgente, no repara la invasión de las ciudades. Si la ciudad se transforma en el negocio de la ciudad, el problema es dónde vivimos.
Las soluciones no aparecen y los turistas se parecen cada vez más a un enemigo. Es un caso clásico, tan actual, de odio mal dirigido: las ciudades se resienten por los negocios de corporaciones hoteleras, empresas de apartamentos turísticos, compañías de cruceros, fabricantes de souvenirs masivos, cadenas de comida mala, aerolíneas baratas y caras, pero lo que nos molesta son esos hombres y mujeres que caminan con un mapa en la mano. La posverdad –o, mejor dicho, la mentira– está por todas partes: que la culpa de los males del turismo la tienen los turistas es un ejemplo claro. Alguien tendría que decir que el problema es pensar nuestros espacios como un lugar para el negocio y no para la vida, pero ¿quién quiere, en estos días, decir que el rey está desnudo?
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